Para que no se le olvidase nada lo escribió en un poema. Y lo guardó en una caja de música, y la caja de música en un caja de zapatos, y la caja de zapatos en un diván. Y un día se marchó y se olvidó del diván y de las cajas.
Y un noche yerma se acordó del poema y volvió a buscarlo, pero ya no estaba el diván. Y entonces por un momento sintió miedo de que se le olvidase. Y por eso se sentó a escribirlo otra vez.
Pero la noche pasó, y el día se consumió, y llegó otra vez la luna, o el alba, no se acordaba. Y el papel se tornó amarillo porque nada tenía escrito. Por eso se durmió, tal vez un siglo, a ver si lo soñaba.
Y cuando un día pensó que se había hecho mayor de repente se acordó que nunca llego a escribir nada en aquel papel que guardó en la caja de música, y en la caja de zapatos, y en el viejo diván.
Así que le escribió aquel poema que siempre le había debido, o no, pero que siempre habitó en aquel cajón del diván, o tal vez en su alma.
Y una noche, o una mañana, el más bello poema jamás leído apareció escrito en cuaderno de esos de pequeños cuadritos. Así se dio cuenta de que todavía no se había hecho demasiado mayor.
Mientras hay un poema que escribir habrá un sentimiento que nos haga estremecer el alma. Porque si no sentimos intensamente, como niños, moriremos irremediablemente.
miércoles, 18 de mayo de 2011
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