lunes, 7 de junio de 2010

La nieve hepática

Hace ya unas noches que me di cuenta. No era cirrosis hepática. Ni delirium tremens. Era tan sólo la añoranza de los días en que arrugábamos papeles sin piedad, en que si no nevaba en la ciudad no era porque nosotros no lo deseásemos.

Y aunque la vi allí, de nuevo, desafiante como un estilete de filo de luna, me di media vuelta para no ver su cara amable. Al fin y al cabo no me acordaba de su voz de entonces, de niña, y tal vez por eso huí, cual cobarde.

Lo único que se es que no se ha marchado. Ni se marchará. Lleva tantos años desafiando mi caja de recuerdos que se ha hecho más poderosa que yo. Lo que se es que no es cirrosis hepática, ni delirium tremens. Y creo recordar que tiene nombre de mujer. Como aquella que yace en el camino que nunca caerá en el olvido.

Y entonces, en el otro lado, donde las palabras nacen virtuosas, el bosque amanece una mañana más lleno de bolas de papel arrugadas con indemencia, sin clemencia alguna, con la frescura de un imberbe cualquiera.

Y sin miramiento ninguno la vuelvo a abandonar a su suerte. Hasta que otra noche la busque o tal vez algún amanecer la recuerde. Porque aunque sienta que la estoy perdiendo poco a poco siempre quedará la nieve con nombre de mujer que un día unos niños inventaron.


Érase una vez un poema que nació de un dibujo de niño. Y vivió por siempre porque todos le pintaban de colores hermosos. Y alguna vez fue ella.