Érase una vez un hada que salió de un trozo de carbón de encina. Por eso era negra como la pez, pero tenía los ojos más brillantes del mundo, más aún que los del azabache del collar de mi abuelita.
Y una vez se enamoró de un duendecillo blanco, blanquito como un rayito de luna. Y se fue con él al país de las nieves, de donde él venía.
Entonces construyeron una casita de piedras de río con una gran ventana desde la que se veían todas las montañas que habían cruzado hasta llegar allí. Y como el inviernó llegó el día que acabaron de hacerla se quedaron a morar allí hasta la primavera para no pasar frío.
Así, cada noche el hada le contaba un cuento al duendecillo, y éste la escuchaba embelesado hasta que Morfeo el travieso venía y hacía su encantamiento nocturno. Y luego dormían abrazados en su camita de plumas hasta que el sol les despertaba con su frío calor de noviembre. Y entonces hacían pastelillos y rosquillos de flor y los comían mientras reían y bebían vino dulce. Y eran los seres más felices del mundillo de las criaturas mágicas.
Pero una noche el hada tuvo que salir a apagar un fuego del bosque donde estaba su casita. Y era tan poderoso, tan salvaje, tan dantesco, que tardó casi un siglo en hacerse con él. Y cuando volvió el duendecillo estaba triste y enojado porque su sueño de magia se había roto y se había sentido mucho tiempo sólo, aburrido y sin su hada que le contase un cuento y le abrazase para dormir calentito. Y por eso se fue por la mañana para no volver nunca más.
Tal vez por eso el hada, desde entonces, siempre tuvo ojeras blancas. Y por eso lloraba cada vez que oía una canción y cada vez que encendía el fuego cada noche para calentarse.
Y tal vez el duende encontró su sueño más allá del horizonte negro de aquella hadita oscura que le quiso por siempre como nadie más en el mundo.
Gracias por haberme dejado creer en mi magia tantas veces. Hoy se desvanece para siempre.
jueves, 25 de noviembre de 2010
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