Así que no pudo dormir durante incontables vigilias negras, acaso cabeceaba se sobresaltaba y le dolía mucho el alma. Ella anhelaba una noche donde la luna estuviese tan clara que fuese a amanecer con seguridad.
Por eso se fue a rezar a la negra cueva donde nadie sabía que beldad se veneraba… tan solo se veía que muchos iban y venían, y a veces parecía como si hubiesen encontrado su más preciado deseo.
Lo que no entendía es por qué al final huyó, azorada, a sabiendas de que aún no había encontrado lo que fue a buscar allí. Tal vez porque se dio cuenta de que todo lo inventó un alba extraviada de aurora, o que se lo comió poco a poco cuando tuvo tanta hambre y frío, o se lo fumó rabiosa, o tal vez porque se lo llevó prendido en el pelo aquella niña carialegre que un día se marchó para no volver jamás...
Entonces olió su perfume, a vainilla sudada de años, a violetas que no se quieren morir y a sal de siglos. No te veo, dijo, pero te siento cerca. Y la escuchó otra vez contar su historias, la de la vida en la cual había muerto para siempre y la otra en la cual nunca quiso nacer. Y entonces por fin amaneció y pudieron dormir. Sólo alguna vez pensaron que sería de noche pronto, y anhelaron la luna blanca y el alba escarchada, pero ahora eso era tan lejano que se fueron a escribir los versos del día a esa playa donde mora, insolente, aquel horizonte cortado de sueños.